Rajoy no se explica filosóficamente que el PSOE pueda apoyar un Estatuto manifiestamente inconstitucional, que enfrenta a los españoles y que es intervencionista hasta el autoritarismo. En 1932 al terminar
Ortega y Gasset su discurso sobre el Estatuto catalán un diputado socialista prorrumpió en aplausos entusiastas, ante el estupor del resto de los socialistas que tenían como consigna el silencio, aunque seguramente casi todos ellos hubieran aplaudido igual. Ayer, tras el
discurso liberal de Rajoy, más de uno y dos socialistas se hubieran puesto en pie casi con el mismo entusiasmo que la bancada popular (que, por cierto, tuvo un comportamiento vergonzosamente grosero en la última parte del debate, tras su paso por el bar del Congreso)
¿Qué dijo Ortega en el 32? Defendió una España autonómica frente a una España confederal. Frente al sentimentalismo en el que basaron los defensores del Estatuto su identidad frente a España, y los típicos argumentos de la lengua, el sentimiento nacional, la historia o las costumbres para reivindicar una soberanía absoluta, Ortega se dio cuenta del problema insoluble que representan los nacionalismos periféricos en cuanto que nacionalismos particularistas, “apartistas”. Por ello Ortega planteaba pragmáticamente que los catalanes y y el resto de españoles tenían que aprender a “soportarse”, para lo cual había dos requisitos básicos:
- Que los primeros no pusieran en cuestión la unidad de la soberanía.
- Que el diseño autonómico fuese exquisitamente simétrico, que la distribución de las competencias fuese aplicada a todas las autonomías
Fundamentalmente le preocupaba a Ortega que se dejase bien claro que el poder de Cataluña emanaba del pueblo español todo y no sólo del pueblo catalán, pues solo se podía hablar de una ciudadanía española. Asimismo Ortega era muy consciente del intervencionismo político y cultural de los nacionalistas, y como salvaguarda contra su afán depredatorio y censor (que ayer tuvo un nuevo y siniestro capítulo en el discurso inquisitorial de
Duran i Lleida contra
Federico Jiménez Losantos y compañía, extensión del
seny que ya tuvo ocasión
FJL de saborear aún más amargamente cuando firmó un Manifiesto en Cataluña por la Libertad) al proponer una Universidad en español para que hubiera algún espacio de libertad lingüística en el desierto de la uniformización del comisariado político-cultural catalanista. Asimismo planteaba el peligro de desvertebración económica de España, lo que ahora se denomina la “unidad de mercado”.
Ortega fue muy criticado, además de por los nacionalistas identitarios, por los centralistas españolistas. Hoy en España no hay nadie que ose plantear el más mínimo argumento centralista, así que no hay un contrapoder en ese sentido contra la centrifugación confederal o separatista de los nacionalismos
apartistas. Únicamente queda frente al separatismo de la identidad, que es el de la discriminanción y la desigualdad entre ciudadanos, el liberalismo. Frente a la España liberal que defendió Rajoy, una
España de ciudadanos libres e iguales en derechos que abominan de privilegios basados en la cuna,
Rodríguez Zapatero se irguió en paladín de la
España de los pueblos, de la España de las identidades que se excluyen mutuamente. Zapatero liquidó ayer los puentes que sólo desde una ciudadanía moderna podría haber reconducido las relaciones entre catalanes y el resto de los españoles. Zapatero santificó el autismo del Estatuto catalán, alimentó el victimismo de los catalanistas, estuvo de acuerdo en acabar con el equilibrio económico y cultural entre los españoles, todo ello sacrificado en el altar del mito sentimental de la identidad de los pueblos, en el que se obvian los derechos de los individuos que no son considerados como ciudadanos sino como súbditos de entelequias corporativas y esclavos de los desvaríos impositivos de una élite nacionalista que les van a obligar a hablar la lengua catalana (como si la lengua española no fuese también una lengua catalana, y tenida como propia por la mayor parte de los catalanes) y a pertenecer a una cultura en la que se mutile y se reprime todo lo que huela a español. La España plural con la que se llena la boca ZP, es la España de los monólogos, y no precisamente del Club de la Comedia, sino más bien del Drama y la Tragedia para los que no comulgamos con las ruedas de molino de lo políticamente correcto.
Rajoy empezó brillantemente su discurso. Si todo va bien, ¿por qué cambiar de rumbo? Si ZP me recordaba hace unos posts al
Huevón Sofista, ayer se enfundó el disfraz de
la Reina Roja de Marie Claire[...] en nuestro país necesitas correr todo lo que puedas para mantenerte en el mismo sitio, para ir a algún sitio tendrás que correr por lo menos el doble de rápido
Alicia Rajoy insistía, desesperadamente racional hasta el fin, que correr está muy bien, pero ¿hacia dónde? Porque ZP y los suyos parecen
lemmings, esos ratoncillos que se suicidan en manada arrojándose por un barranco. Ayer
Carod, Manuela de Madre, Rubalcaba and company animaban a Rajoy: “vamos hombre, no te asustes, que parece un precipicio pero ya verás qué sorpresa”. Sin embargo, el progreso no está determinado por unas leyes históricas, ni mucho menos es cuestión de fe, ni tiene que ver con consideraciones de moda, sino que si se quiere que sea real ha de ser racionalmente discutido, tiene varias direcciones (incluso puede darse un progreso hacia atrás) y necesita una evaluación empírica. ZP sin embargo se apunta al progreso por el progreso, constituido en un mito, como quien se apunta a un bombardeo.
Al final, en su tercera intervención, Zapatero tuvo el descaro de de citar a
Gonzalo Fernández de la Mora contra el PP (¡toma talante! Claro que a quien había mencionado Rajoy en su discurso fue
a Thomas Jefferson, a la Revolución americana y francesa y las Cortes de Cádiz. Es decir un
¡Viva la Pepa! liberal frente a un
¡Viva la Peña! del tradicionalismo nacionalista) y a
Alfonso Guerra pretendidamente a su favor.
La cara de Guerra era un poema. Esa sonrisa combinada con un ligero bufido del sevillano, como diciendo “¡pero cómo se atreve este tío!”, fue un colofón perfecto, en su patetismo, de un día aciago para los ciudadanos.