Torero salvaje

Fue un encontronazo como no se veía desde que los olímpicos asaltaron el poder de los titanes, Thor se enfrentó con la Masa entre los rascacielos de Manhattan o Cassius Clay le decía al oído a George Foreman: “Pégame más, amor”



Sebastián Castellá y el quinto toro de la tarde en Granada se liaron a darse guantazos en el centro de ruedo. El diestro francés se agarró a la zurda para encelarlo delicado y redondo. El toro le respondió levantándolo tres metros. Magullado y medio cojo, Castellá volvió a emular a Apolo, el que hiere desde lejos, ciñéndose los muslos a las puntas de la cornamenta. La plaza, al borde de un ataque de nervios. El chaval se estaba jugando la vida, con ese aire de niño travieso, imperturbable y ligeramente dolorido, casi irónico. El morlaco, de Nuñez del Cubillo, guapo, rojo y ojo de perdiz, a lo suyo: lo embiste de frente, lo arrolla y el francés que culebrea en el albero como si estuviera en las playas de Normandía.
Finalmente, se enfrentan en la suerte suprema. Primitivo y sofisticado, carga la muleta y cita al toro en un cuerpo a cuerpo en el que los dos, torero y toro, se funden una unidad de destino en lo universal. La espada, hasta la empuñadura. Castellá, de nuevo por los suelos. Pero esta vez el K.O. es técnico. Los pañuelos blancos estallan. El torero muestra una vez más que el arte de la espada sigue siendo el que señala el camino de la verdad artística: espacio, tiempo y muerte.