"Las ideas son menos interesantes que los seres humanos que las inventan" FranÇois Truffaut

lunes, enero 14, 2013

Oscar 2013 I: The Master, de Paul Thomas Anderson (la gran "derrotada")


A la sexta va la vencida:  Sydney (1996), Boogie Nights (1997), Magnolia (1999), Punch-Drunk Love (2002), There Will Be Blood (2007) y The Master (2012).  El cine de Paul Thomas Anderson ha pecado siempre de ambicioso.  Y digo lo de “pecar” desde una perspectiva pagana, es decir, que me parece estupendo.  Y digo lo de “ambicioso” en el sentido de querer alcanzar tanto un lenguaje propio como una visión trascendente del mundo. “Trascendente” en el sentido no religioso del término sino poético (aunque “religioso” y “poético”, en realidad, son la misma cosa en lo profundo).  

A veces, a medida que iba cogiendo confianza, se ha pasado en la derrapada pero en The Master ha alcanzado un equilibrio tan extraño como el de Casey Stoner en MotoGP que derrapaba saliendo; derrapaba en medio de la curva mientra se iba al piano interno, tocando la hierba; derrapaba cuando, al frenar, aceleraba y, de repente, soltaba el freno, ganando tracción y yéndose a toda pastilla... sin caerse.

Ese estilo de pilotaje de Stoner, imposible de imitar, me vino a la cabeza en una secuencia lírica de The Master en la que los protagonistas se dan un garbeo en moto en un paisaje lunar.  Para entonces, la película es como si algún capítulo de El equipo A (esos dolientes, melancólicos y esquizos frikis inadaptados que pese a todo no han perdido el sentido del humor) hubiese sido dirigido por Kubrick.  Joaquin Phoenix, destrozado anímicamente por un trauma bélico, se encuentra a su alter ego Philip Seymour Hoffman a bordo de un yate llamado Aletheia (“desocultamiento de la verdad”).  Más que un encuentro es un encontronazo.  Como en el de Bruce Willis y Samuel L. Jackson en El protegido (otra película que participa del pathos sufriente por heridas en la indisociable entidad cuerpo/alma), Phoenix y Hoffman están condenados a entenderse en una pasión que es mucho más fuerte que el amor y el odio porque está entreverada tanto de uno como de otro.

El contexto, las circunstancias, la atmósfera viene dada por la “secta” que lidera Hoffman, el Maestro.  Pero pensar en la Cienciología es perder miserablemente el tiempo.  En esa relación brutal y caleidoscópica vemos los ecos de amistades viriles que han acabado como el rosario de la aurora, de Jesús y Judas, la más obvia, a Julio César y Bruto, o Bohr y Heisenberg, o Husserl y Heidegger.  Porque la fe y el interés, la pretensión de salvar y el ansia de dominar, son la cara y la cruz de esa lucha por la supervivencia intelectual que caracteriza el mundo de las ideas, tan vitalista, despiadado y cruel en ocasiones como el darwiniano de la vida.

Quién mejor reflejó esa dualidad de la filia maestro-discípulo devorada por la voluntad de poder fue Orson Welles, de Ciudadano Kane a El tercer hombre (de la que fue él más autor desde la interpretación que Carol Reed desde la dirección) pasando por Sed de mal o Campanadas a medianoche.  Como Welles, Paul Thomas Anderson ha compuesto un conmovedor, a ratos divertido, a ratos desasosegante, retrato de lo que puede ser el eros sin prudencia (que diría Leo Strauss y es el título de un magnífico libro que le dedica de Gregorio Luri)

Por cierto, a Paul Thomas Anderson, que ganó el premio a la mejor dirección en Venecia, no lo han nominado en Hollywood ni a mejor director, ni a mejor guión ni a mejor película.  Y se merecía, con todos los respetos a las grandes obras de Spielberg en Lincoln y Tarantino en Django desencadenado, los tres.

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